Que en Venezuela gobierno y oposición lleven veinte años sin hablarse puede parecernos de lo más normal. No lo es, y las consecuencias van mucho más allá del toma-y-dame partidista. El precio de una dinámica en la que el presidente no les habla a los gobernadores que no son suyos, los gobernadores dejan por fuera a alcaldes contrarios y los alcaldes no toman en cuenta a los consejos comunales y vecinos organizados que no les son incondicionales solo lo paga el pueblo. Ni hablar del poder Legislativo, en el que la aplanadora, primero, y el paralelismo, después, sirvieron para demoler la instancia natural de debate e intercambio de las ideas y los programas políticos. Todo esto es obra de la polarización extrema que reina en Venezuela desde hace ya dos décadas. El “quién empezó” es irrelevante a estas alturas, cuando las consecuencias para la integración social ponen en riesgo la idea misma de Nación.
Nos han querido dividir en bandos. Nos hablan de territorios y zonas de un lado y del otro. Son veinte años en una dinámica destructiva, demencial, en la que la condición de conciudadanos ha quedado enterrada muy debajo de banderas partidistas, identitarias y de clase social. Quizás lo peor es que los actores políticos creen que se la están comiendo, que ese es el camino, dicen unos, para consolidar el proyecto bolivariano y, otros, para hacerle frente al autoritarismo. Pero si van veinte años de lo mismo, es sensato decir que por ahí no es, ni para lo uno ni para lo otro, y que le han hecho un daño gravísimo al país.
La polarización no apareció de la nada ni es un fenómeno espontáneo. Se trata, en cambio, de un fenómeno construido en concierto por dos élites que no representan la diversidad que existe en Venezuela. El esquema polarizado les ha sido útil para la exclusión, la cooptación y la supresión del disenso. Así, el que no coge línea es un traidor, es la “derecha endógena” y el “colaboracionismo”.
En medio de la crisis más aguda de nuestra historia, las dos élites lograron sentarse. Lamentablemente, al día de hoy pareciera que tanto Oslo como Barbados fracasaron. Aunque lo aplaudan las gradas amotinadas a cada extremo, el fracaso del diálogo significa el fracaso de todo el país.
El último año ha sido particularmente conflictivo. Luego de pedir incesantemente el adelanto de las elecciones presidenciales, la oposición oficial, encarnada en el autodenominado G4 del cogollo de lo que fue la MUD y ahora es el Frente Amplio, se abstuvo de participar en la jornada del 20 de mayo del año pasado. Claro está que el adelanto de las elecciones correspondió, en parte, a una estrategia del gobierno para agarrar a sus adversarios fuera de base, sin candidato definido ni estrategia, con organizaciones débiles y en algunos casos ilegalizadas. Funcionó. Esa oposición, en lugar de crecerse ante el reto electoral, el único en el que ha sido capaz de derrotar al oficialismo, cedió ante el chantaje del extremismo (al que ahora en buena medida denuncian) y el temor irracional a la histeria de las redes sociales.
Así, apostaron a la abstención con una promesa clara: “no votes y Maduro se va”. Sin matices, sin asteriscos, la oferta era simple, demasiado simple para lo complejo de la situación: si no votas la elección será ilegítima, como será ilegítimo quien salga electo, y la comunidad internacional, los militares y el pueblo tendrán a Maduro haciendo maletas al día siguiente. Vale recordar que el argumento de la “ilegitimidad” ya lo habían esgrimido, los mismos, en 2005, con lo que permitieron el avance más brutal y franco del proyecto chavista en una Asamblea monocromática. No estaba ni frío el muerto de 2005 cuando esos mismos que promovieron la abstención y que le entregaron todo el poder a Chávez eran candidatos a alcaldías, gobernaciones y diputaciones (también luego a la presidencia), sin que mediara rectificación alguna ni reconocimiento alguno del fracaso de una estrategia que sonaría perfecta en los salones de los asesores de escritorio pero que dejó a la democracia venezolana contra las cuerdas.
Casi año y medio después de esta nueva propuesta abstencionista, queda claro que fue una estafa, una oferta engañosa. Los motivos oficiales de los promotores de la abstención se basaron en objeciones al CNE, el mismo con el que se ganaron, antes, las elecciones a la Asamblea Nacional y durante, las de alcaldías y gobernaciones opositoras en Chacao, Baruta, El Hatillo, Táchira, Zulia, Anzoátegui y Nueva Esparta. Los motivos menos visibles fueron los que dominaron la decisión: la mezquindad, el “si no soy yo que no sea nadie”, la subordinación del interés nacional al partidista, particular y corporativo, y hasta visos de discriminación de una élite que no pudo tragarse un candidato que ni se parecía físicamente a ellos ni asistió a los mismos colegios, campamentos, clubes sociales, matrimonios ni salones que ellos frecuentaban.
Cuando uno pregunta si funcionó la abstención, algunos responden con viejas frases trilladas: “Sí, porque desenmascaró al régimen y logró el apoyo de 50 países”. Vale desempacar esa respuesta porque 1) la careta autoritaria se le ha caído al régimen en demasiadas oportunidades y el argumento ha sido esgrimido ad nauseam (¿Cuántas caretas pueden caérsele ya a esta gente?) y 2) el apoyo de los 50 países, en primer lugar, no logró lo que se prometió: la salida inmediata de Maduro y, en segundo lugar, porque queda claro que el apoyo a Guaidó no se tradujo en un apoyo a los miles de venezolanos que hoy malviven en las fronteras de los países “amigos” que no han hecho sino levantar muros en la forma de visas y demás requerimientos para evitar tener que lidiar con los venezolanos que son víctimas de esta tragedia. ¡Ojalá esos 50 países apoyaran a los venezolanos lo que dicen apoyar a Guaidó!
No había otro resultado posible a la estafa de la abstención que una descomunal resaca colectiva. Es un ratón que se manifiesta en la desesperanza y el éxodo, en el descrédito del liderazgo y en el justo reclamo de antiguos socios por las promesas incumplidas y las expectativas imposibles de enero, a quienes hoy desprecian llamándolos radicales y extremistas cuando fueron agarrados de la mano a la hora de meternos en este paquete. Prometieron y no cumplieron. Peor, prometieron y sabían que no iban a cumplir. El juego era otro.
Ante la calle ciega, pasaron de la inacción a la insurrección y llegaron al colmo de pedir que militares extranjeros invadieran el país para matar venezolanos. Todo, con tal de que les hicieran la diligencia que ellos, muy ocupados en DC como para ir a Machiques y muy entretenidos en Bogotá como para ir al encuentro de los venezolanos en Las Adjuntas, no estaban dispuestos a hacer. Es de una indignidad absoluta la propuesta de una intervención militar extranjera. Resulta imposible imaginar a Betancourt, Machado, Villalba, Prieto, Andrés Eloy o Caldera en esa actitud bochornosa y antivenezolana. En paralelo, instigaron sanciones económicas muy distintas a las que la administración de Obama había establecido, que eran sanciones personales contra funcionarios involucrados en violaciones a los Derechos Humanos y en casos de narcotráfico. Estas sanciones, en cambio, son contra Venezuela, y la oposición oficial las aplaude detrás del convencimiento de que, en lugar de resolver la crisis, lo que procede es agravarla para que Maduro termine de perder el poco apoyo que le queda y se vaya. Los únicos que han pagado realmente las sanciones, y por ende los únicos realmente sancionados, han sido los venezolanos. No hay narrativa que pueda contra el choque de la realidad: no se puede comerciar con Venezuela ni con empresas venezolanas (las pocas que siguen apostando al país), no hay líneas de crédito. Siguen sin explicar cómo es que el hecho de que no haya vuelos directos Venezuela-Estados Unidos o el de que no haya pelota en Venezuela sirven para “tumbar” a Maduro.
Lo que nos trae de vuelta al diálogo. Que Dominicana, Barbados y Oslo fracasaron es mala noticia para todos los venezolanos. Fueron experiencias extrañas, turbias. Los venezolanos nunca nos enteramos de qué se discutía ahí mientras los dialogantes nos mareaban con argumentos “expertos” que buscaban justificar el secreto sumario de aquellos convites. También fue una experiencia penosa, la de que el liderazgo venezolano tuviese que reunirse en otros países, tutelado por niñeras extranjeras, porque no son capaces de sentarse en el Palacio Federal Legislativo ni en cualquier otro espacio nacional. Pero, hay que decirlo, la instancia del diálogo no es lo que fracasó, fracasaron estos diálogos, estos dialogantes, esta agenda, o falta de. Para los demócratas el diálogo nunca se agota. Por eso, ante el fracaso de Oslo y Barbados, urge replantear el diálogo e impulsar otro esquema para buscar acuerdos que nos permitan salir de esta situación tan terrible. “¿Otro diálogo más?”, reclaman algunos. ¡Todos los que sean necesarios!, respondemos, cuando la alternativa es masacrarnos, como hicimos todo el siglo XIX, o que todo siga su curso hacia la disolución de la Nación y la desintegración de la sociedad venezolana. Que muchos vean el diálogo como sinónimo de capitulación dice mucho de la nocividad de la polarización en la socialización política de las últimas dos décadas.
El país no aguanta y lo único que ve es lo que ha visto estos veinte años: la peleadera, la conflictividad, la confrontación, la insultadera, que si tú eres un narcocorrupto y tú eres un lamebotas del imperio. Todo hecho a la medida de la polarización promovida por las dos élites, que se nutre de ese tumor infeliz revestido de “valentía” para hacer lo que mejor sabe hacer, de nuevo: excluir, cooptar y suprimir el disenso, mientras consolidan poder, posiciones y privilegios a costa de la destrucción de Venezuela.
Ante el engaño de la propuesta que prometió salir de Maduro el 21 de mayo de 2018 y el fracaso de los diálogos en el extranjero, procede nacionalizar el diálogo para destrancar el juego. Solo haciendo política con seriedad y respeto, solo poniendo los intereses de Venezuela por encima de cualquier otro, podremos superar esta crisis sin precedentes y sacar al país adelante. Eso vale la pena y es más grande que los orgullos heridos de quienes se rehúsan a admitir que no solo le mintieron al país, sino que fracasaron en su cometido, tanto los que nos metieron en la abstención como quienes encarnaron un proyecto continuista que se agotó y dejó al pueblo guindando.
Necesitamos un diálogo de verdad, que no se limite a un show en cadena ni a cónclaves secretos, con una agenda abierta, transparente y concreta para que el país participe, lo nutra con sus pareceres y no lo desestime como otra instancia más de políticos tomando café cordialmente afuera mientras se caen a gritos frente a los micrófonos locales. Una agenda concreta para la reinstitucionalización del país, designando un nuevo Consejo Nacional Electoral que genere confianza en los ciudadanos, normalizando la función parlamentaria, retomando la Constitución que pisotean las dos élites todos los días para cumplir, entre otras cosas, con la representación proporcional que heriría de muerte a la polarización que promueve este sistema y que nos ha metido en esto, liberando a los presos políticos que nunca debieron estar ni un día tras las rejas. Y concreta, también, en reivindicaciones que alivien de inmediato el sufrimiento de los venezolanos: dolarizar formalmente el salario para que sea digno y acabar con los controles de precio y bonos que el gobierno lanza como si se tratase del Kino, establecer un programa no clientelar de intercambio de petróleo por alimentos y medicinas, con control independiente del gobierno, en el que se destinen 150.000 barriles de petróleo diarios de uso exclusivo y no discrecional.
Todo eso vale la pena. Lo otro es seguir en lo mismo, veinte años más quizás, mientras Venezuela sucumbe a la desintegración y al abismo. No lo permitamos. Nacionalicemos el diálogo para destrancar el juego. ¡Por Venezuela!
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